Este molusco de sabia lentitud; esta especie de Diógenes, desconocedor del desahucio. Este vagabundo metódico, cornudo desvergonzado, es el elemento primordialísimo para la preparación de platos excelentes.
El caracol no es noctívago, es noctivigilio y pasa la noche en vela en beneficio propio. El caracol si viviera en la ciudad sería sereno, vicetiple, ambulante de correos o telegrafista, y se desayunaría con churros y chinchón.
El caracol en estos tiempos de vida cara es un elemento de manutención muy lucrativo.
El día que se nos ocurra organizarnos una caracolada esperamos a que llueva, y cuando escampe a primeras horas de la mañana, cuando el Sol apenas empieza a desperezarse por entre las nubes, nos encaminamos a por los caracoles.
Nos dirigimos a un viñedo, a una huerta, a un jardín, y veremos como el caracol que momentos antes se acaba de retirar de saciar su voracidad durante la noche, esa voracidad en que aquellas palabras de Morcafude “apetitus rationi pareat” – que el apetito obedezca a la razón- no rezan para nada, sale de nuevo en pos de aventuras gastronómicas.
Lo acechamos, lo espiamos cuando se arrastra perezoso por la hierba húmeda con su paso lento y pesado arrastrando su cáscara ligera con aire chocarrero, estirando con acuerdo a su humor sus antenas lascivamente elásticas.
Su marcha de bestia polichinesca, rastreando su vientre bien repleto camina para lanzarse de nuevo a la francachela… y este es precisamente el momento oportuno para cogerlo por la cáscara engañosa como una crenolina, tirar de él para arrancarlo de la hoja donde esta agarrado su cuerpo adherente y chupador. El bicho al sentirse cogido se bate al aire en señal de angustia. Y moviendo sus tentáculos desatinados, se retira presuroso al interior del kiosco, igual que el niño se retira indignado cuando lo sorprenden fumándose un habano de su padre… ¡¡¡ Pero… por piedad… estas actitudes melodramáticas no deben hacer cambiar de parecer al alma de un gourmet!!!
Reunidos los caracoles que necesitamos, se les encierra en una bodega fresca e higiénica, en un espacio acotado, y durante ocho días los atracamos con hojas de verde y fru-frutante lechuga, igualmente que para que las nodrizas tengan un buen jugo lácteo las atracamos de lentejas. Con este trato el cuatro veces astado adquiere una carne firme y rolliza digna del hambre de un príncipe en el exilio. Además aprovechemos las visitas a la bodega donde la sangre de nuestras viñas se mejora, para hacer una reverencia a la vieja cuba gran señora que nos dará de sus entrañas a beber el puré septembral que nos proporcionará fuerza energía y salud.
Pasados esos días habremos adquirido la costumbre de mirar a esos bichitos como cosa viviente, y lo mismo que el Ogro con el cuchillo entre los dientes acaricia las cabecitas de los sietemesinos, así nosotros ardientemente nos dedicaremos a la recogida de los caracoles que con remilgos indolentes descansan sobre divanes de lechuga, igual que una turca descansa en un sofá… este animalito por ser bisexual y encéfalo no tiene más pasión que la eubiótica … ¿está claro?
Querrán enternecernos con sus cuernos implorantes, pero nosotros implacables los metemos en un recipiente lleno de agua con sal y vinagre… y ni lloros, ni convulsiones, ni sensiblerías, con las manos frotamos uno contra otro gallardamente para a esta morralla hacer expulsar la baba… esa secreción amarga y fea. En estas prácticas de toilette estaremos entretenidos varias horas.
En una marmita ponemos agua para que cubra los caracoles y cuando está en ebullición allí los echamos, así la muerte es rápida y no de un prolongado sufrimiento, pues como decía el prócer romano Zubizarreta (a. de C.) “Minima de malis” –del mal el menos- .
Con una espumadera vamos retirando las materias albuminoides que flotan, retirando después los bichitos que cito.
Nuestros ilustres invertebrados han dejado de ser altivos, y sus antenas poco antes contráctiles y eréctiles, ahora son melancólicas y casi imperceptibles verrugas.
Pero que importa… nuestro corazón es duro, es feroz, y en el paroxismo del asesinato se terminaron los escrúpulos… y con una frialdad de torturador y llevados por un cruel frenesí, cogemos a los caracoles refugiados cobardemente en la bohardilla de su caparazón, y los echamos a un caldo próximo a la ebullición, preparado de la manera siguiente:
En el agua suficiente para poder cubrir los caracoles, le ponemos un ramillete de hierbas aromáticas, una cebolla partida a la mitad y dos o tres dientes de ajo, todo esto para justificar la presencia de la huerta y para que asista la bodega a este festín verteremos en ese caldo además de ese poético bouquet perejilesco tomillo lourelítico, medio vasito de coñac bueno y en ese líquido saturándose de aromas se tienen cociendo a fuego dulce de cuatro a cinco horas.
Pasado ese tiempo se apartan de la lumbre, se dejan enfriar pasándolos a un recipiente donde se puedan escurrir, y entonces, cuando estén fríos, pero siempre impregnados de finas esencias, con una aguja de sacos se les hace un pequeño orificio en el caparazón, en todo lo alto del tejado. Y en tanto que una o dos personas hacen esta operación, otra persona prepara la salsa de la manera siguiente:
Haremos el cálculo para 300 caracoles grandes, no olvidando que la carne de estos bichitos en pobre en materias grasas.
En aceite freímos un loncha de jamón entreverado y cuando está bien frita se retira y en el aceite hacemos tomar color a 250 gramos de cebolla picada, incorporándole cuando este a medio rustir 300 gramos de carne de salchicha blanca y después de darle unas vueltas se le añade la carne de cinco tomates sin piel ni semillas, o cuatro cucharadas de puré de tomate además de otras dos buenas de untuoso jugo de carne.
En el mortero reducimos a pasta la loncha de jamón en unión de dos dientes de ajo, una buena rama de perejil, ralladuras de nuez moscada, pimienta, clavo y sobre todo hinojo. Bien majado todo lo desleímos en medio litro de vino blanco vertiéndolo por encima de los caracoles, que en unión del contenido de la sartén, colocaremos en un recipiente de barro, mezclándole agua hasta que la salsa casi cubra toda la caracolada, poniéndolo al fuego hasta que cueza por espacio de una hora suavemente.
En el momento de ir a retirarlo del fuego se incorpora al guiso 100 gramos de pan rallado blanco y un huevo duro reducido todo ello a pasta en el mortero.
Estos animalitos debido al agujero que hicimos a cada caracol, pueden tomarse por absorción inundándose la boca con la salsa.
Y… ¡a comer!… el alma se nos regocija, los ojos asombrados contemplan este regalo de la cocina verdaderamente exquisito, a pesar del abominable y feo bichejo que le sirve de pretexto.
Gonzalo Avello, 1928