Para estas fechas navideñas, he reservado esta graciosa charla radiofónica, de allá por 1929, en la que Gonzalo Avello incluye una apetitosa receta de pavo asado (y viendo su cara parece que presiente el final de la historia)…
Yo tengo un amigo, entre los muchísimos que me honran con su amistad, al que todos los años le regalan un pavo; y como en esa casa todos son de un corazón más sensible que una azucena, les da pena matar al bicho y claro, van pasando los días y va creciendo y creciendo y como al final terminan por tener que sacarlo de paseo porque el animalito tiene la planta de un toro colmenareño, esta familia tiene que dedicarse a buscar media docena de pistoleros que por un par de pesetas cada uno, un puro canario y una torta de Las Ventas, se deshagan del pavo.
El año pasado, como los pistoleros tenían negocios más lucrativos acordaron tirarlo desde el ático de un amigo, allá cerca de la Moncloa y todavía están esperando que aterrice, pues el animalito emprendió un vuelo como si fuera un águila imperial, dándose la coincidencia de que aquella noche los principales aeródromos recogieron radios de varios trasatlánticos notificando que cerca de Brasil habían visto un extraño avión pintado de negro con la hélice de color rojo… justo… ese color rojo, el moco, nada menos que el pavo de mi amigo en América.
El pavo en los festines de las cortes de amor fue siempre servido con fastuosas ceremonias, donde no faltaban poetas que ensalzaran sus virtudes ni juglares que cantasen sus excelencias.
Hoy el pavo según se coloca en la mesa no nos mueve a otra cosa que a comérnoslo enseguida, y a que se entable un debate sobre quién se come la pechuga, quién un alón o quién un muslo.
Mi amigo me escribe preguntándome qué hacer con él, y le contesté dándole dos soluciones: una que me lo mande a casa, y otra que se lo coma trufado. Como seguramente la primera solución no le va a seducir, estoy seguro de que va a optar por la segunda.
Para llevar a cabo la preparación tiene que «despenarlo» como dicen mis casi paisanos los portugueses y como en estos días no va a encontrar pistoleros, pues hay muy buenas tiendas por ahí que desvalijar y un nutrido grupo de guardias que dejar en cuadro, pues lo que puede hacer es meterlo en un tranvía de los que van de Sol a Cuatro Caminos por Hortaleza, y estoy seguro de que antes de llegar a la plaza de Santa Bárbara el bicho se ha muerto de aburrimiento.
Vamos pues a dar la receta indicadísima para que el pavo pase a mejor vida con todas las consideraciones que su poco marchoso continente requiere.
Después de hacerle ingerir unas cucharadas de jerez, y cuando veamos que el pobre esta moscorra perdido, entonces aprovechamos ese momento para darle un volapié. Defuncionado, recogemos la sangre a la que añadimos un hilo de vinagre y después de vaciarlo y dejarlo veinticuatro horas al relente, le cortamos las patas y preparamos dos buenas mechas de tocino que le colocamos dentro de las pechugas, una en cada pechuga a lo largo.
El interior del animalito lo ocuparemos con dos cosas a saber: una cebolla grande y una buena manzana, pero antes le habremos frotado por dentro con un limón cortado y lo habremos sazonado con sal y pimienta.
En un recipiente donde el bicho pueda acomodarse, tapizamos el fondo con unas tajaditas de carne de babilla o de morcillo, sobre unas rodajas de cebolla y colocamos el pavo encima, por el lado de las pechugas, o sea por el pecho; después de ponerle un manojito de hierbas, lo mojamos con caldo y lo ponemos, de ser posible tapado, a que cueza lentamente, pero que cueza, alargando caldo cuando vemos que se consume.
A medida que vaya cociendo, la piel va dando su rendimiento y va soltando grasa, que mezclada con el caldo y el jugo de la carne y de las cebollas va saturando la carne del animalito al propio tiempo que del interior del mismo sale un vaporcillo con un aroma que enloquece.
Cuando el bicho ha conseguido ir dominando los jugos acuosos con la grasa, que es cuando corremos el riesgo de que se peguen la cebolla y la carne, retiramos ese fondo que reservamos.
El animalito entonces procede que le debemos asar y vamos dándole vueltas a medida que vemos que va coloreándose, y cuando está en su punto entonces alargamos el fondo con algo más de caldo y un poco de buen jerez. En ese jugo ponemos a cocer los hígados y cuando están los picamos en unión de los restos de carne y cebolla que recogimos y con ello y miga de pan mojada en leche preparamos unas croquetas sazonaditas con nuez moscada que colocaremos rodeando al pavo mojándolo con los jugos de su preparación.
Gonzalo Avello, 1929